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El poder de la MEMORIA - Escritor Antonio de Calera
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El poder de la MEMORIA

El poder de la MEMORIA

Hay sucesos que nos han ocurrido y que por el azar desaparecen de nuestras vidas durante muchos años y creemos que se han borrado de nuestra memoria, pero no es así, están grabados a fuego en lo más recóndito de nuestro cerebro y atrapados dormitando en nuestras más delicadas neuronas, pues, si al cabo de los años sin acordarnos de ellos, se vuelve a producir el suceso en nuestra presencia, inmediatamente las reconocemos como un acontecimiento déjà vu, ya visto, o dejà vécu, ya vivido, es decir como un fenómeno de paramnesia quedándonos extasiados y con una sonrisa boba y cariñosa al reencontrarnos con ellos. Como ejemplo puedo citar aquellos caramelos toffee con forma de bloque de color y sabor café con leche de la marca Viuda de Solano que al masticarlos eran duros como una piedra pero al irse calentando y disolviéndose en la boca se iban ablandando y al masticarlos se nos pegaban a las muelas y no podíamos abrir las mandíbulas a riesgo de sacarnos los empastes sin anestesia, eran deliciosos. O los gurriatos, es decir los polluelos de gorrión, que hace poco vi en los cálidos días de mayo, recién caídos de su nido y con sus patitas de lagarto con las que se arrastraba afanosamente por el suelo con los ojos saltones aún cubiertos por una piel morada, y con un cuerpecillo rosado y panzudo donde se veían los incipientes cañones de sus plumas, unas venillas rojizas finísimas y con una boca enmarcada por unas enormes boqueras amarillas. O el olor a incienso que se escapa por las rendijas del incensario en blancas volutas perfumadas con olores a exóticos países y que inunda el recinto religioso con un aroma a seriedad y boato religiosos que nuestras pituitarias reconocen ipso facto retrotrayéndonos a las clases preparatorias de catequesis para nuestra primera comunión sentados en los primeros bancos de nuestra iglesia parroquial. De mis primeros años de colegio recuerdo el olor de las clases, entre dulzón y cálido de la clase, mezcla de olor a tiza, a lejía, a madera vieja, a papel húmedo, a bocadillo de salchichón, a habitación cerrada, a humanidad joven y a colonia infantil. Nunca olvidaré el entrañable olor que desprendía mi plumier de madera al abrirlo donde guardaba mis rotuladores Carioca, los lápices de colores Alpino algunos, enanos de tanto usarlos en comparación con los de color blanco, negro y gris que a su lado eran gigantes, con su contera de latón brillante para apurarlos y las gomas de borrar, blanditas y suaves al tacto, de la marca Milán, de color verde y rosa claros, sobretodo el modelo 112 que tenía una graciosa forma de lengua de gato. Tanto de los lápices como de las gomas tengo un recuerdo imborrable de sus olores e incluso de sus sabores, pues llegué a morderlos y a lanzar sus trozos por el canuto del bolígrafo BiC Cristal contra el cogote de algún profesor lo cual me costó más de un disgusto.

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